Danza
de humo
El
viejo almacén, era brutal y majestuosamente enorme. Si hubiese sido un hotel, podía
albergar perfectamente, doscientas habitaciones, además de tener espacios multiusos,
albercas, salones de baile, y restaurantes. Pero, no era nada más que una
simple bodega gigantesca, llena de herrería oxidada, partes de vehículos,
maquinaria obsoleta de fábricas, grandes tuercas y engranajes plateados teñidos
de naranja y café. Era un especie de basurero de chatarra y muchos metales. A
la entrada había una caseta donde un vigilante resguardaba la seguridad de aquel
lugar. No era suficiente para un almacén de esas medidas descomunales, sin
embargo, era la única seguridad que tenía el lugar. Si sucedía algo, en el otro
extremo de la estructura, el ruido se perdería entre las altas montañas de
chatarra. Una vez adentro, se podía percibir un aroma metálico en conjunto con
oxido y un peculiar aroma a humo, que nadie podía explicar, pues todo lo que
ahí llegaba era basura y ya no era capaz de producir ni si quiera un simple
chispa. La noche comenzaba a llegar, cuando se dio el cambio de turno.
-Gracias
señor Juan, es todo suyo- dijo el joven vigilante del día, al señor Juan que le
tocaba los horarios de seguridad nocturna.
-No
hay porque Roberto ¿Vas a ver a tu chica?- preguntó Juan, al muchacho.
-Aún
es temprano, así que saldré corriendo para ver si me da tiempo-
-Eso
es todo, niño-
-Hasta
mañana, señor Juan-
-Nos
vemos Roberto, salúdame a tu familia-
-¡Gracias!-
ese gracias, sería la última palabra que Juan escucharía aquella noche, pues no
había ni si quiera un alma con la cual hablar. El hombre, vio partir al chico,
a toda velocidad en dirección a la
ciudad donde la vida nocturna estaba por comenzar, pues las luminarias ya
estaban encendidas y pronto el cálido, pacífico y relajado ambiente reinaría en
la apresurada vida de los habitantes que durante el día, andaban ajetreados de
un lugar a otro, ya fuera para trabajar, comer o ver las presentaciones de sus
hijos en caso de los que los tuvieron, y los que no, iban al veterinario para
llevar a sus mascotas que ya trataban como hijos.
Juan
era un hombre tranquilo y solo, tristemente solo, a pesar de su alegre
personalidad. Le encantaba charlar con otros, lamentablemente no había alguien
con quien hacerlo, por esa razón, la noche en el almacén la pasaba imaginando
que estaba en bailes, en reuniones con amigos donde él era el centro de
atención, incluso se atrevía a pensar en la posibilidad de encontrar el amor
algún día, pero había un detalle. El problema radicaba en que la vida de Juan
se desenvolvía en la noche, mientras todos dormían y cuando las personas
despertaban, él estaba demasiado cansado como para ir en busca de bailes,
reuniones o aquel amor que tanto añoraba. Le gustaba pensar en todo lo que
podría haber en la estructura de no ser un simple almacén. A veces acariciaba
locas ideas, como la de que fuera una estación de trenes, un parque de
diversiones, un pequeño fraccionamiento, pero el uso que más le gustaba era en
el que el almacén era un hotel, donde él mismo era el dueño y se la pasaba
recibiendo a las personas en busca de hospedaje, resolviendo situaciones que
surgieran, o simplemente recorriendo los amplios pasillos de su amado, pero
inexistente hotel. No obstante, el hecho de que no fuera real, no le impedía el
imaginar que lo fuese. ¿Qué más podía hacer en su aburrida jornada de doce
horas como vigilante?
Había
tantas cosas que ni si quiera había espacio para andar recorriendo la
estructura. El único lugar disponible era la entrada, que consistía en un medio
circulo de siete metros de radio y la pequeña caceta destinada a los
vigilantes. En sus muchos años de trabajar ahí, había hecho demasiado dinero,
pues no tenía tiempo para gastar su salario en lujos, más que comida y ropa,
sin embargo él no estaba enterado de la gran suma que poseía, pues en cuanto le
daban el dinero y compraba lo necesario para vivir, lo sobrante lo guardaba en
una caja que nunca había abierto desde que comenzó a trabajar. Jamás se detuvo
a hacer cuentas. Terminaba su turno, regresaba a casa, veía un rato el
noticiero de las mañas, después dormía, al despertar se bañaba, vestía,
arreglaba, subía a su vehículo, se desesperaba con el ajetreado y lento tráfico
del anochecer citadino, y cuando por fin lograba salir de aquel agobiante
tráfico, tomaba su camino al trabajo, donde siempre llegaba exactamente a las
ocho en punto, tal como marcaba su horario. Y la rutina era la misma para todos
los días desde que entró al almacén, nunca nada cambiaba. Lo único que fue
distinto, tres años atrás, fue un crujir acompañado de un tenso chillido, en
alguna parte del almacén, al cual le siguió un olor a humo que desde entonces
no ha abandonado el lugar.
Esa
noche calurosa, todo era exactamente igual a las demás, excepto por una cosa
que logró notar después de media hora de haber llegado. Había un peculiar
golpeteo, apenas perceptible, en lo profundo de las altas montañas de chatarra.
No podía hacer mucho por investigar, en el pequeño espacio que él se encontraba
confinado. Lanzó un grito en busca de respuesta -¡¿Hola?!- pero nada, repitió su
llamado varias veces hasta que se hartó y regresó decepcionado a su pequeña
caceta, sin embargo, al cabo de unos minutos, sus negativa decepción fue
interrumpida por una respuesta. Un débil “Hola” se alcanzaba a escuchar lo
lejos, lo cual hizo que Juan saliera veloz para ver si sus oídos no le jugaban
una cruel broma. Pero no era así, realmente un “Hola” le respondía de alguna
parte, seguido de un “¿Quién es?”
-¡Soy
Juan! ¿Quién eres tú?-
-¡Soy
Bruma, mucho gusto Juan! ¿Cuánto llevas aquí?- con más claridad, se escuchó la
respuesta con la suave voz de una mujer.
-¡Como
cuarenta minutos! ¿Y tú? ¿Dónde estás?-
-Pues
llevo aquí tres años… es mi casa-
-¿Esta
es tu casa?-
-Sí,
aunque… no sé cómo salir de ella, hay una escalera aquí, pero me da miedo escalar,
pues podría caer y averiarme-
-Déjame
averiguar la forma para evitar que te destroces ¿Esta bien?- Sugirió Juan, a
pesar de que no comprendía muy bien a la mujer, debido a que utilizó la palabra
“Averiar” en vez de “lastimar”, aun así, no le importó. Buscó el modo de subir
aquellas montañas de herrería. No tardó mucho en encontrar la forma, pues
estaba demasiado entusiasmado por encontrar a alguien con quien charlar.
Comenzó a escalar los grandes cerros de chatarra, con mucho cuidado para evitar
caer y lastimarse. De manera lenta, pausada y calmada, llegó a la cima, donde
descubrió que el almacén se veía diez veces más grande por dentro que por
fuera, no obstante esa vista lo agobió un poco, pues significaría una búsqueda
demasiado larga, pero se le ocurrió que la mujer tendría algún modo o una señal
para que Juan la encontrase con mayor facilidad.
-¿El
techo al final de la escalera se ve de color blanco grisáceo?- preguntó Juan,
describiendo el techo del almacén.
-¡Sí!-
-¿Tienes
alguna cosa para que yo pueda encontrar la entrada a tu casa?-
-¡Claro
que sí! Espera- Juan se detuvo unos segundos a espera de la señal, cuando de
pronto, en la lejanía logró ver una delgada expulsión de humo -¡Listo Juan!
Pero apúrate a llegar por que no puedo resistir tanto- Sin dudarlo, el hombre
corrió a la fumarola, mientras pensaba en que el olor a humo era producido por
esta chica. Juan avanzaba veloz entre las piezas de metal, no obstante, su
carrera se vio interrumpida, pues se escuchó una especie de cortocircuito en el
exterior, que provocó el repentino apagón de las luces que iluminaban el almacén.
Por suerte llevaba una linterna con la que pudo seguir su camino. La mujer
preguntó qué había ocurrido, a lo cual Juan respondió con un despreocupado
“Nada, sólo se fue la luz”. El humo, se hacía cada vez más tenue, y cuando
estuvo a punto de desaparecer por completo, Juan llegó a un agujero que tenía
unas escaleras rectas. Alumbró al fondo con su linterna y por fin pudo ver con
sus propios ojos y no su imaginación a la mujer cautiva entre las montañas de
chatarra. Ella tenía un rostro celestial, sus ojos morados, estaban atentos a
todo movimiento, su rostro alargado, poseía unos hermosos labios rosados que no
necesitaban de maquillaje alguno para verse fantásticos. Su cuerpo era una hermosa
melodía en medio el caos, a pesar de que este tenía algunas piezas de cobre al
descubierto. Pero lo que más sorprendió a Juan, fue su cráneo pues,
sustituyendo a una hermosa y abundante cabellera, había humo. De diminutos
orificios, que parecían ser hechos por agujas, salía un humo gris negruzco que
formaba una pequeña nube que se alzaba un metro hacía lo alto, hasta que se
disolvía en el aire. Juan, bajó rápido las escaleras y lo primero que recibió
fue un cálido abrazo, con algunos toques de frío metal.
-¡Juan!
Vaya, eres más alto de lo que pensé- Juan seguía anonadado por la angelical
figura de la mujer y su enigmático cabello.
-Y
tú eres mucho más hermosa de lo que imaginé- Juan, respondió embobado, y en
respuesta, el humo expulsado de la cabeza de Bruma, se tornó rojizo, mientras
destilaba un aroma dulce. La supuesta casa de la chica, se parecía bastante al
interior de un submarino, pero este submarino le recordaba al Nautilus, pues
ese libro era de los favoritos de Juan, y las hermosas paredes de la casa, lo
hacían pensar de inmediato en el ya mencionado transporte. Bruma y Juan,
charlaron durante horas, enterándose de lo que hacía cada uno en su vida diaria,
obviamente Burma fue la que más habló. Juan logró notar que el humo de Bruma se
tornaba de distintos colores y despedía distintos aromas, según la emoción que
ella experimentase. Blanco con olor a azúcar para la tristeza, negro verduzco
con aroma a vainilla para el asco, anaranjado con olor a quemado para el enojo,
gris negruzco sin aroma para cuando no sentía nada y negro rojizo para
cualquier situación que la apenase o la hiciera sentir amor. Al terminar de
platicar, Bruma se levantó para ir a la pared, donde activó una máquina, que
abrió una especie de menú lleno de botones con los títulos de diversas
canciones o melodías escritas al lado de cada botón. Bruma no presionó ninguno,
en vez de eso jaló una palanca, y comenzaron a reproducirse al azar. Ella,
ofreció un postre a Juan y juntos fueron a la cocina del pequeño submarino
donde, al centro, había una mesa con una silla, Bruma acercó una segunda silla
y ambos se sentaron a comer un delicioso pastel de queso con zarzamora,
platicaron sobre comida y postres en ese momento. Pero en la tercera rebanada
de ambos, comenzó a sonar “Para Elisa” en el reproductor de Bruma; su humo se
tornó negro rojizo.
-¿Pasa
algo?- preguntó Juan sin explicarse la razón del tono de su humo.
-Nada,
es que… quería saber si te gusta bailar-
-Me
gusta-
-¡¿En
serio?!-
-Por
supuesto, es más ¿Me concederías esta pieza?- Bruma, no lo pensó dos veces
antes de aceptar. Bailaron durante horas, fascinados el uno con el otro. A
pesar de su condición robótica, Juan lograba sentir contra su pecho, el corazón
palpitante de Bruma, lo cual indicaba que aún tenía algo de humana. Realmente
no le importaba si ella fuese un robot, una humana o un ciborg, simplemente le
importaba lo bien que se sentía en compañía de ella. Lamentablemente, Juan
conoció a Bruma, el mismo día que las partes que la mantenían viva, nuevamente
dejarían de funcionar, dejándola dormida una década o dos, hasta que por alguna
razón volviera a encenderse un par de años.
Cuando terminó la alegre y a la vez
triste melodía de una película para niños, Bruma se apagó, y Juan no pudo hacer
nada, más que llorar a su lado y buscar algún modo de volverla a encender, el cual
no encontró.
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