8. Cañadilla
El grupo de
asesinos salió inmediatamente del Banco. Se subieron todos juntos a una
camioneta. En ese momento debió haber iniciado una persecución a toda máquina
cruzando las calles de la ciudad. Sin embargo, tal cosa no sucedió.
Ni un solo policía
estaba en los alrededores, ni una patrulla, ni si quiera oficiales de tránsito,
el calmado tráfico era el habitual, al que se suele dar los viernes de las ocho
y media de la mañana a las doce del día. No había ningún motivo por el cual
tuvieran que estar preocupados los asesinos, no obstante, fueron al
estacionamiento de una plaza comercial a abandonar su camioneta. Una vez ahí,
guardaron sus disfraces en el vehículo del líder. Se despidieron, acordaron
verse en la casa de reunión y finalmente cada uno tomó distintos caminos, ya
fuera en coche o a pie. Su tranquilidad era absoluta y poco congruente con lo que
acababan de hacer. Uno de los altos, cuyo nombre es Carlo, se despidió de sus
compañeros diciendo que los vería en la casa.
Salió muy
tranquilo del estacionamiento y justamente eran las 9 de la mañana, hora
habitual en la que todos los días va por un café a la enorme plaza Naileum.
Subió las escaleras eléctricas, se dirigió a la cafetería y al llegar pidió su
café. Saludó a los empleados que ya lo conocían por verlo todos los días al
recoger su café lechero. Entre los trabajadores, tomaban el tiempo para ver si
algún día se retrasaba en llegar por su bebida, pero nunca había llegado un
minuto antes o un minuto tarde, exactamente entraba a las nueve de la mañana
con cinco minutos, portando una sonrisa alegre y un aire de jovial positivismo
a su alrededor. Los empleados comenzaban a preparar su bebida a las nueve con
cuatro. Sabían su nombre por las pláticas que entablaba con ellos.
Ninguno tenía
motivos para pensar que fuera un asesino a sueldo, a excepción de su particular
puntualidad, de la cual, en vez de sentir sospechas, admiraban como niños. Ese
día no habló mucho con sus admiradores. Pidió, pagó y se fue. Caminó al comedor
de la plaza, donde se sentó e hizo un barco de papiroflexia con su ticket de
compra. Su rutina era comprar el café e ir a dar una vuelta en los jardines
fuera de la plaza, pero hacía demasiado calor para andar en un lugar que no
estuviese climatizado. Incluso cambió la ropa que llevaba debajo de la
gabardina para el robo. Usando unas bermudas de mezclilla y una camisa de manga
corta, estaba disfrutando su vida.
El dinero no era
un problema, nadie tenía idea de sus crímenes, no tenía policías siguiéndole el
rastro, y en su identidad ciudadana no había hecho nada malo como para que una
banda de asesinos tuviera listo el gatillo contra su cabeza. No había de que
preocuparse. Excepto por el pago del asesinato de un rato atrás, el cual él
recibiría antes que sus compañeros, por instrucciones de la persona que los
contrató, a la hora en que ellos se reunirían.
Quien los
contrató era un personaje más enigmático de lo habitual ya que ni si quiera se
identificaba como “alguien del gobierno”.
“Alguien del
gobierno” les había pedido matar a Carmela Michelli “La dama del jurado” y a
Diana Turquesa, una romántica escritora que cometió el terrible error de
burlarse de la vida amorosa de la hermana de Low Cabrero, por lo que es de
suponer, que ese “alguien del gobierno” era el endiablado gobernador Cabrero,
una cliente habitual de los servicios de las máscaras blancas, incluso antes,
cuando eran la banda con bufandas y lentes de soldar.
Sin embargo, este
nuevo cliente, no se identificó, no dio un sólo dato suyo y de sus trece
trabajos, fue el primero en pagarles una parte a cada uno en distintos puntos
de la ciudad.
Carlo accedió a
una buena remuneración para el mismo, si asistía a un concierto de la orquesta
de la ciudad, para cumplir un pequeño trabajo, que consistía en asesinar a la
persona que se sentase en la fila E, específicamente en el asiento 24. Un lugar
en extremo visible, ya que se encontraba en medio de la sala de conciertos, lo
cual supondría un trabajo difícil pero no imposible. El temerario joven, estaba
dispuesto a todo mientras hubiera una ganancia de por medio. Además, el cliente
le pidió ocultar el asesinato de esa persona E-24, matando al director de la
orquesta.
Carlo creyó que
era excesivo matar a dos personas, por justificar el asesinato “accidental” de
uno de ellos, pero no dio una negativa como respuesta, no puso un sólo “Pero”,
al escuchar la jugosa cantidad que el cliente ofreció.
El muchacho, se
levantó del comedor y regresó a su vehículo aun con su café en la mano, el cual
ya se había enfriado. Condujo hasta la playa que no quedaba muy lejos de la
plaza. Tenía mucho tiempo antes del concierto, incluso tomando en cuenta su
preparación para el crimen y su llegada al centro cultural, le sobraba
demasiado tiempo, por ello, decidió dar un paseo por la suave arena, mientras
disfrutaba del agua marina de la costa en sus pies descalzos.
La idea de
deshacerse de una persona común entre el público, en medio de un concierto, no
le dejaba de dar vueltas en la cabeza, mucho menos la identidad de aquel que lo
contrató. Por un momento llegó a pensar que también podría ser su cliente más
frecuente, la cabeza de la principal red de mafia en la ciudad, Elizabeth
Ruina, controlaba casi todos los rincones de la vulgarmente enorme ciudad, que
en sus inicios comenzó como un pequeño poblado costero y con el pasar de los
años, logró superar a las metrópolis más grandes del país.
Elizabeth Ruina,
fue la que arrinconó a Zarza y su vil régimen a los barrios bajos, también se
deshizo de Homero Mumolo, usando a las máscaras blancas y de hecho, ella puso
el primer trabajo a la banda de asesinos, cuando decidió no arriesgar a sus
hombres para matar a su principal rival, Roberto Mondragón. El resultado fue
algo que ella llamó “glorioso y exquisito”, no podía evitar el expresar su
maravilla con la eficacia de la banda. Con el camino libre de Mondragón, ella
hizo crecer sus dominios y los mafiosos que le daba pereza matar, se los dejaba
a Las máscaras blancas. El trabajo anterior a Roman Pops, fue deshacerse de
Bradley King, otro enemigo de Ruina. Aunque el hecho de que ella fuese el
verdadero rostro de este cliente, era algo realmente absurdo, pues un día por
accidente, le vio los rostros a toda la banda. Claro que el usar la palabra “accidentalmente”,
es más bien una forma de decir que Las máscaras blancas no fueron arrinconadas
y puestas en una trampa, donde Ruina los hizo revelar sus identidades. Después
de haberles puesto un buen susto, los sacó de la trampa, los abrazó, besó, les
dio un festín para celebrar su trabajo. Sucintamente, los trató como familia,
omitiendo la parte de la trampa. No podía ser Elizabeth Ruina, ella los quería
viviendo bajo su manto. Nunca mantendría un nivel tan alto de anonimato.
La espuma del mar
tocando los pies de Carlo, era como la caricia de una madre a su pequeño, el lápiz
al tocar el papel, el viento moviendo los altos prados. Era el diminuto evento,
más disfrutable para el joven. Pero su goce y calma, no podían ser eternos.
Tenía un trabajo entre manos, que requería un plan rápido, para recibir el
dinero, entrar al concierto, acertar dos disparos, salir y huir.
Regreso a su
coche aparcado en la calle, se secó los pies y sacudió la arena de estos.
Condujo a su casa, donde preparó las cosas para el trabajo, antes de dormir un
rato.
~*~
La alarma cumplió
su trabajo al sonar a la hora indicada. Carlo se levantó, de inmediato, de un
solo movimiento ágil y preciso. Se vistió elegante para la ocasión, y tal como
era la costumbre de cada asesinato se puso, sin si quiera pensarlo, en un
movimiento involuntario, su máscara blanca. Cuando llegó a la puerta de la
habitación donde se cambiaba, se percató que la llevaba puesta, al ver el espejo
con el rabillo del ojo. Ya tenía la mano en la perilla, cuando lo notó. Se
volteó para verse en el espejo. Nunca había pensado en cómo se vería una máscara
blanca en conjunto con un traje galante. El resultado era sorprendente, majestuoso,
sublime, excelso en demasiados sentidos, en sí una verdadera maravilla. Por
supuesto parecía el líder de la banda, incluso parecía estar a la altura actual
de Elizabeth Ruina en la mafia. Sintió una clase extraña de poder, una
presencia imponente en la habitación, aires de grandeza impregnaban su
alrededor. Aun así, no sabía si tenía poder terrenal, o poder a niveles
ancestrales. Parecía que el diablo estaba presente en la habitación. Su imagen
no sólo inspiraba grandeza, también transmitía terror, opresión al alma, era
como si todos los males del mundo, los estuviera causando aquel de traje, que
portase la máscara blanca.
Lamentablemente
quería pasar desapercibido, así que se la quitó, dejándola en el escritorio que
estaba en la habitación.
Salió de la casa,
con su atuendo impecable, portando una maleta, con un contenido letal. Subió a
su vehículo y partió en dirección al centro cultural, mejor conocido como Cañadilla,
eso por la forma de la estructura, que era la recreación de la concha de dicho
molusco. Es tan fiel, que el edificio tiene incluso tiene las espinas alrededor.
Muchos lo consideran una obra esplendida y magnifica de la arquitectura
moderna, como también hay quienes se les hace una aberración y un innecesario
gasto de dinero que hizo el gobierno cuando se construyó. A Carlo le agradaba
asistir a eventos que se dieran en ese lugar. Eso hacía aún más extraño que esa
noche tuviera que matar a alguien ahí.
Llegó por fin a
Cañadilla, donde compró un boleto para el concierto, que sería la Sinfonía No.
5 de Shostakovich, a cargo del director Edmundo Croda. Fue al estacionamiento subterráneo,
donde se encontraría con la persona que le pagaría una parte de la muerte de
Roman Pops, y el trabajo de Croda y E-24. Un caballero de dos metros de altura,
con abundante barba, de un negro intenso, vistiendo un traje a la medida,
sostenía un rallador de queso en su mano, el cual, era la única referencia que
se le dio a Carlo para encontrar su paga. Referencia bastante extraña, pues no
era muy habitual un rallador de queso en un lugar así.
-Buenas noches-
se acercó Carlo al hombre con mirada amenazante.
-Buenas noches ¿Cuál
es su asiento?- preguntó amable el hombre, con una voz brutalmente gruesa.
-El E-24 -
respondió Carlo, sin titubear. De inmediato el hombre, alzo la mano sobre su
cabeza, haciendo un ademan que indicaba a alguien que se acercara. Una
camioneta gris último modelo abrió sus puertas, dejando salir a un hombre y una
mujer. Al llegar, ella fue la que habló.
-Usted no me
conoce, ni yo a usted. Esta noche conoce su trabajo. El objetivo puede llegar a
ser muy listo, por esa razón le diré que es una joven de veintiocho años de
edad, de tez blanca, cabello anaranjado, rasgos finos y estatura promedio-
indicó la mujer.
-Está bien ¿Qué
sucede con el director?-
-Primero ella, después
él. Pero debe dejar que inicie el concierto y hacer el trabajo en el último
movimiento, el Allegretto Non Troppo, es explosivo, usted sabrá el momento
exacto-
-Está bien y…-
-Aquí está el
dinero- dijo la mujer entregándole una mochila para computadora –Si gusta
contarlo-
Carlo abrió la
maleta y vio los fajos de billetes en su interior. Escarbó un poco, calculando
más o menos cuanto habría. Al cabo de unos minutos dijo –Está bien-
-Excelente, nos
retiramos, más le vale tener éxito, porque si no iremos sobre usted, a pedir nuestro
reembolso- amenazó la mujer, resaltando la última palabra.
-Me parece justo-
Después de eso, la mujer y los dos hombres subieron a la camioneta, antes de
salir a toda velocidad del estacionamiento.
Carlo entró a la
sala de conciertos, donde admiró maravillado el lugar entero. Desde el suelo,
buscó un punto elevado donde situarse, posteriormente ubicó el asiento E-24. Donde
obviamente no estaba la joven de cabellera naranja. En su lugar había una mujer
de edad avanzada. Mirando los alrededores como si estuviese esperando a
alguien. Eso supondría un pequeño obstáculo en el trabajo, pero nada que no
fuese manejable. Esperó un poco para ver si llegaba la chica, pero nunca
apareció, así que subió a donde se la pasaría todo el concierto, en espera de
la aparición de la joven. Para su suerte, en cuanto subió al punto elevado que
estaba en el techo del lugar, a la derecha, justo encima de la orquesta,
apareció la chica de cabellera naranja, sentada al lado de la anciana. Edmundo
Croda, dirigió unas palabras al público en forma de agradecimiento por su
asistencia, antes de empezar. Parecía un buen tipo, que no era necesario
eliminar, no obstante, el pago fue por adelantado.
Mientras esperaba la hora, se dedicó a
deleitarse con la música que tocaban abajo.
El problema comenzó
cuando la joven le dio un beso a la señora a su lado. Por la distancia a la que
estaba, Carlo no podía escuchar lo que decían, pero los gestos de ambas, daban
a entender que la chica se iba a ir. La orquesta estaba a mitad del tercer
movimiento, el cual era calmado y nada explosivo a comparación del último donde
se suponía, debía matar a la chica. Había dos opciones, a partir de ese momento.
La primera era salir a alcanzar a la chica, fuera de Cañadilla, pero eso
llamaría la atención de la seguridad fuera del lugar y era un hecho que
detendrían el concierto para poner al público, los músicos y el director a
salvo, entonces no podría matar al director sin ser visto. La segunda, era
crear un escándalo, disparando a la chica en medio de aquella calma, para después
apuntar al director, antes de que este saliera corriendo por su vida, no
obstante, eso atraería a su escondite a la seguridad, donde era muy probable
que quedase acorralado y al final del día, estaría tras las rejas cumpliendo
una cadena perpetua después de ser investigado por completo. Su casa, era un
mar de evidencias, que en otro tiempo le pondrían la soga al cuello. Aun así,
si optaba por la primera opción, terminaría su calmada vida al ser perseguido
por los que lo contrataron para el trabajo, en una interminable huida por no
haber cumplido con la indicación. De cualquier forma terminaría mal.
Apuntó con suma
precisión a la cabeza de la chica. Con el dedo en el gatillo, disparó. Su tiro
se vio ligeramente errado, al resbalar su brazo del lugar donde estaba apoyado.
La chica cayó al suelo gritando de dolor. La bala le había dado en el brazo.
Acto seguido, las personas se levantaron y comenzaron a correr en todas
direcciones, intentando salir del lugar, el caos reinaba en el lugar. Por otro
lado los músicos ya estaban saliendo, al igual que el director que iba al
frente de la fila que huía. El segundo disparo acertó a la perfección. El
cuerpo de Edmundo Croda, cayó al suelo, sin vida. El cuerpo de seguridad
llevaba a la chica afuera. En un intento desesperado, Carlo algo alterado, con
los nervios haciendo presa de su tranquilidad, hizo un tercer disparo, que
acertó al otro brazo de la chica. Se escucharon muchos pasos rápidos que subían
corriendo las escaleras que llegaban a donde se encontraba Carlo.
No había salida
por ningún lado.
Lo que predijo
que sucedería, comenzó a cumplirse. Muchos hombres se lanzaron contra él, al
encontrarlo con un rifle de francotirador a un lado.
Su final había llegado.
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