El rayo
Era magnífico el caminar a su
lado, observarla dando cada paso sin que ella se diese cuenta, por alguna
extraña razón, a pesar de que yo fuese junto a ella. Cuando me miraba, me sentía
el hombre más feliz del mundo, el escucharla hablar era como deleitarse con las
más fastuosas piezas de piano que hubiesen sido escuchadas nunca. Recuerdo muy
bien que más que nada, eso era a lo que nos dedicábamos, caminar y charlar
durante horas, ya que en realidad no había mucho que hacer en el pueblo aquel,
tan apartado incluso de la nada misma.
Quienes vivían ahí, ya no
lograban recordar cómo es que habían llegado en primer lugar ¿Había sido por
sus antepasados? Tal vez por la niñez, una memoria pérdida en aquel colosal mar
de insípidos recuerdos de algo que muy posiblemente fue, y sin embargo ahora ya
no es. Nadie podía recordarlo, ni si quiera yo, así como tampoco sé cómo fue
que salí de ahí, simplemente lo hice, no obstante sufrí de un arrepentimiento
atroz, ya que al estar lo suficientemente lejos del pueblo, olvidé por completo
el cómo podía regresar.
Aun así, no es necesario
desvariar en la trágica desventura de cómo fue que perdí mi hogar, así como
todas mis pertenencias, al salir del pueblo y adentrarme en el bosque. Lo único
que me queda, son los recuerdos abrumadoramente embriagadores de aquello que
alguna vez fue, y ahora ya no es. No me queda más que saborear lo que me
sucedió en ese pueblo, hasta el día en que me fui, o que algo me hizo salir.
No puedo decir que sean
recuerdos hermosos llenos de alegría, inspiración, donosura y afabilidad, ya
que el pueblo, parecía estar sumergido siempre en una inmensa tristeza de la
que nadie podía salir. Es verdad que las personas sonreían, los niños jugaban y
bailaban, todos cantaban nada más por el simple placer de hacerlo, sin embargo,
todo para cada uno de los habitantes, tenía un fatídico final. Un infortunio,
una tragedia, todo en el pueblo estaba lleno de adversidades que por alguna
inusual razón, todos decidían ignorar con una agobiante lealtad. Yo, a pesar de
haber huido de aquel desdichado lugar, sigo siendo acosado, en una constante
persecución, orquestada por la desgracia del pueblo en que habité.
Pero he de retomar el punto,
el punto en el que llegué a pensar que había encontrado por fin el amor, la
maravillosa ilusión de una historia amorosa llena de dicha, donde al final mis
desventuras terminarían y por fin, podría sonreír sin temor a que algo
sucediera, donde al final podría portar una sonrisa real y no de terror. Una
sonrisa que no fuera puro compromiso para con el pueblo maldito, que parecía
ser la morada de la demencia misma.
Yo caminaba con ella, a veces
tomados de la mano, a veces haciendo boberías en los caminos hechos de tierra y
piedras. Era fantástico mirarla cuando sonreía, gritaba, cantaba y lloraba de
alegría, pues en todo el infortunado pueblo, lleno de tétricas sonrisas, ella
era la única que lograba ser en verdad sincera. Esos dientes blancos que
brillaban como si de hermosas gemas se tratasen.
Vivía en una casa apartada de
la plaza del pueblo, incluso apartada del mismo pueblo, lo cual era un hecho
bastante peculiar, pues todos estaban cerca los unos de los otros para que las
desgracias corriesen veloces de boca en boca y de esta forma sonrieran con
mucha más euforia, como si así fuese a mejorar la inexplicablemente grotesca
energía del pueblo. Tal vez por eso ella era feliz, en una bonita casa de
madera, con grandes ventanas de cristal, una hermosa cabaña que se alzaba
perfecta en una colina después del camino de piedra y tierra. Una casa que por
varias semanas amé, idolatré y adoré, hasta la tarde en que sucedió, lo que sin
duda tenía que darse como un suceso convencional en el pueblo de la demencia.
Íbamos caminando, tan calmados
como siempre, la tarde era soleada y el cielo estaba especialmente despejado y
por ello no me explico cómo es que en cuestión de minutos el ambiente se tornó
gris y los rayos acompañados de truenos comenzaron a verse y escucharse, primero
en la lejanía, gradualmente a una distancia aterradoramente cercana y finalmente,
los truenos retumbaban como gritos desesperados sobre nuestras cabezas.
Decidió hacer un chiste con
una sonrisa dibujada en sus labios.
“Ojalá y me caiga un rayo que
terminé con mi sufrimiento”
Un comentario poco habitual en
su suave conversar, en su delicado canto, en su excelso vocabulario.
“Si a ti te cae un rayo que
termine con tu sufrimiento, comenzará el mío”
Tal como lo dije, pareció que
el pueblo se tomó en serio mis, brutalmente estúpidas, palabras de amor y su, ineptamente
grotesco, comentario. Me arrepiento en verdad de haberle permitido el decirle
tal cosa y aún más me arrepiento de haberle contestado yo algo igual.
Al final del día, llegamos a
su casa, comenzaban a caer pequeñas e hirientes lágrimas del cielo, anunciando
anticipadamente la tragedia que estaba a punto de ocurrir. Me despedí antes de
lo normal de ella, pues la lluvia pronto se volvería más fuerte y me quedaba
una hora de un largo camino de piedra y tierra, de regreso al pueblo, pues yo
vivía en el pico de sufrimiento y demencia.
Me dio un tierno beso en la
entrada a la casa y yo me di la vuelta. Me dispuse a caminar y una vez que
estuve lo suficientemente lejos como para que no fuera posible la llegada de un
dulce “Te adoro” a mis oídos, escuché un silbido. Al voltear, ella agitaba sus
manos en el aire y alcance a escuchar un “Te adoro”, inmediatamente, la torpeza
de nuestras palabras se había convertido en una pesadilla viviente.
A penas terminó de hablar, se
escuchó un terrible estruendo, acompañado de una brutal iluminación que me dejó
prácticamente ciego las veinticuatro horas siguientes. Aún recuerdo, como la
alcanzó el rayo, como fue que ella murió frente a mis ojos. Su cuerpo se
iluminó por completo, dándole la característica que sólo el sol es capaz de
poseer, de su boca salió luz, de sus ojos igual y pronto, ella era un espectro
luminiscente que era casi imposible ver. Con los brazos extendidos sobre su
cabeza, una expresión grotesca de dolor y terror, la imagen se detuvo por unos
momentos. Las gotas se detuvieron en su caída, convirtiéndose en perfectas
esferas de agua, el aire que movía las hojas se había convertido en una figura
perceptible, las nubes se petrificaron al ver lo que había sucedido, mientras
el pueblo reía con malicia por lo que había causado. Una infernal imagen que a
la fecha no puedo sacar de mi cabeza.
Cuando el tiempo retomó su
curso habitual, ella se desplomó al suelo en una posición poseedora de la
gracia de una bailarina, con una encanto escalofriante.
A ciegas corrí a donde ella
estaba, sin poder ver nada en realidad. Destrozado llegue a un cuerpo inerte
con aroma a miedo, dolor, sufrimiento y carne quemada.
Cuando
su supuesto sufrimiento terminó, el mío comenzó.
Me
deje caer a su lado llorando, intentando abrazarla, como si de alguna forma
evitase que se fuera la vida que ya había perdido. Al cabo de un rato, la
lluvia me empapaba y el olor a humo me asfixiaba pues, sin haberlo notado, la
casa también había sufrido la furia del rayo. Envuelta en llamas, la madera crujía
agonizante, llorando por su muerte y la de la hermosa chica que la habitó. A
pesar de la lluvia, el humo se alzó tan alto como pudo y los pueblerinos
acudieron al lugar.
No
tenían los medios para apagar un incendio tan lejano del pueblo, mucho menos la
asistencia médica para atender a mi amada en caso de que estuviera viva. Me
llevaron a rastras, gritando y llorando como un crío, y a ella la subieron a
una carreta arrastrada por un cabello, el cual la llevó al pueblo, para su fúnebre
velorio. La casa ardió, hasta que el fuego consumió todo y la falta de material
que roer se terminó.
El
funeral, tan triste, tan gris y simple a comparación de lo que ella era, me
pareció una burla grotesca a su memoria. Sin embargo yo seguía ciego y no podía
hacer nada por arreglarlo ya que me tenían en una cama del intento de hospital que
tenía el pueblo.
Su
partida me afectó muchísimo. El sexto día de cada mes, iba a las ruinas de lo
que alguna vez fue su casa, esperando que, al llegar, la casa estuviese
intacta, y ella adentro, tan alegre, jovial y llena de vitalidad como alguna
vez fue, preparando algún pastel que le gustase, esperando, que al llegar
saliera corriendo a verme, para darme un alegre abrazo acompañado de un dulce
beso. Anhelando volver a tenerla entre mis brazos, para decirle cuanto la adoro
y sobretodo, cuanto la extraño.
Hasta
que un seis de junio, subí la colina, estaban las ruinas, y todo tal como lo
había dejado el día seis del mes anterior. La tarde tenía un ambiente
anaranjado, el sol estaba a unas cuantas horas de ocultarse, el viento soplaba
tranquilamente, burlándose del momento sufrido unos meses atrás en aquel
mismo lugar. Las nubes tenían un color rosa con matices de morado, los pinos
del bosque eran sorprendentemente más verdes que antes, y en medio de tanta
belleza, estaban las ruinas de lo que alguna vez fue la casa donde yo gozaba
del amor.
No
obstante, no estaba solo en aquel paraje de dolor, pues dentro de las ruinas,
había una persona, que resaltaba con su blanca vestimenta en aquellas lúgubres
cenizas de recuerdos de una sublime y melancólica ilusión.
Me
acerque lentamente para evitar ser visto por aquella persona que estaba
totalmente erguida, con una paz abrumadoramente terrorífica. Tenía su cabeza
ligeramente inclinada hacia su hombro derecho, mirando algún punto en la nada
en el bosque detrás de la casa. Por accidente, infortunio, mera coincidencia o
un hecho arreglado por mi destino, motivo de entretenimiento para la demente
energía del pueblo, pisé una rama, que en circunstancias normales se hubiera
escuchado como un susurro en la lejanía que perdió su sonido antes de emitirlo,
sin embargo, nunca había escuchado un crujido tan fuerte en toda mi vida,
pareció como si la rama hubiese gritado desgarradoramente, motivada por el
dolor que la agobiaba, mi peso sobre su delicado cuerpo.
La
persona, movió instintivamente su hombro hacia su cabeza en una especie de
reacción por la perturbación de la paz a su alrededor. Dio un giro lento,
pareciendo que flotase, un giro que permitió saborear la amargura de cada
segundo que tardaba en girar y cuando fue visible su rostro, pude apreciar el
de mi amada, pero tan solo era parecido, pues el de esta persona irradiaba una
luz blanca cegadora. Era un sol blanco.
Cuando
estuvo frente a mí, yo no pude gritar, tampoco correr, pues mis piernas no
reaccionaban y mi mente se había petrificado. Era ella, lucía exactamente igual
que en la imagen que aun, después de tanto tiempo, recorre mi memoria, la
imagen del día que le cayó un rayo y la mató.
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