La Mansión Sheridan


La Mansión Sheridan
Había una nube de tamaño colosal, surcando majestuosa el cielo azul que no estaba infestado por el humo y el polvo que producía el pueblo. Estaba en los campos, pasando justamente encima de la mansión Sheridan, cuando su exquisita e impecable blancura se tornó de un triste e imponente gris obscuro.
Pronto se habían formado otras nubes a su lado cubriendo el azul despejado de la capa atmosférica terrestre. El hermoso día soleado del 9 de octubre se había convertido en uno nublado con terribles formaciones de vapor amenazantes de lluvia y tal vez descargas eléctricas. Las montañas se elevaban tal cual rascacielos, con bosques densos, altamente poblados de distintos tipos de árboles, aunque los más abundantes eran pinos. Una escena digna de pintarse en una obra magistral para la posterioridad.
La mansión Sheridan, todavía estaba situada un poco antes del gigante y amplio bosque a las faldas de la montaña Ibsu, en un campo plano, libre de árboles.
Hubiera sido una obra maestra, una pintura perfecta, un paisaje maravilloso.
Una mansión, con las montañas  verdes y la tormenta a sus espaldas era algo inigualable. El edifico contaba con acabados de piedra, enormes paredes de tonalidades vino, y ciertos detalles en madera de roble obscuro. Además poseía fantásticos ventanales de tres metros de altura en el primer piso con un marco de madera, adornado con hermosos garigoleos. En las esquinas había gárgolas de color gris con temibles rostros de dragón y cuerpos detallados y hechos por cuatro de los más fantásticos y reconocidos escultores de la época en que fue construida. La puerta principal era igualmente de madera, pero reforzada con precioso y resistente acero. Parecía una fortaleza de no haber sido por las grandes ventanas de cristal. Al entrar se apreciaba un recibidor bastante amplio, con suelo de madera barnizada, brillosa y perfectamente impecable. Las paredes por dentro era roca pulida, con majestuosos pilares de mármol. El techo estaba recubierto por alguna  especie de piedra, parecida a la de las paredes. A simple vista no combinaban los blancos tonos de los pilares con los obscuros del techo y las paredes, sin embargo daban el efecto deseado de sentir algo de luz en medio de esa peculiar obscuridad, iluminada por grandes candelabros bañados en oro, con decenas de velas alumbrando el lugar.
A cada lado de la puerta estaba colocada la estatua de un dragón, igualmente en mármol, unas maravillas del mundo del arte, cada escama, arruga, herida y pliegue del animal estaban perfectamente tallados, los más mínimos detalles podían ser apreciables en dichas estatuas, parecía que hubiesen congelado a un auténtico dragón y lo hubiera colocado como parte de la decoración del sitio. La sala de estar, que se situaba a unos cuantos metros de la entrada, estaba conformada por sillones color vino, y una mesa de cristal con reforzadores de maderos rígidos, además de una chimenea colosal para lo común, con un marco adornado por pequeños garigoleos en las esquinas. A pesar de ser temprano, estaba encendida, haciendo crujir trozos de leña, desprendiendo calor con un fuego abrazador, levantando el humo por la profunda garganta, hasta el exterior. Encima de esta, había un cuadro bastante grande, pintado al óleo, que retrataba el rostro de un joven mujer, de unos diecinueve o veintidós años de edad. Su cráneo fino y afilado estaba cubierto por una capa de tez rosa blancuzca, su cabello negro azulado le hacía resaltar su poco común tono de piel. Los ojos que tenía, parecían seguir al espectador de un lado a otro, pues a pesar de ser tan solo papel pintado, sus globos oculares de iris gris, tenían una cualidad penetrante, la mirada de esos trazos podían adentrarse en lo profundo del alma y hacer revelar los más obscuros secretos de la víctima que tuviese al frente, ya que además de esta peculiar característica, tenía una expresión de reproche, un gesto amenazante y a la vez travieso. El pintor exageró con sus labios rojos semi rosados, pues parecía ser un cadáver con maquillaje para tapar la palidez de su piel muerta. El vestido de la chica era despampanante, de color blanco, dándole protagonismo en el fondo negro del cuadro. Una obra hermosa sin duda.
El señor Sheridan vivía sólo en esa mansión y por esa misma razón, la casa tenía la gran mayoría de las habitaciones cerradas bajo llave, pues los únicos lugares que acostumbraba visitar eran la cocina, su recamara y esa sala dispuesta y acomodada en la forma perfecta para contemplar aquel gran cuadro titulado "C". El maestro que la pintó, tenía una gran facultad para crear piezas dignas de admiración, pero no para poner nombres. Según se cuenta, el título de la obra fue en memoria del amor de su vida, pero la hizo tan horrible que no merecía llevar el nombre completo de su amada.
El señor Sheridan se encontraba sentado, en un sillón para cuatro personas, en ese momento. Era ya un hombre viejo, cansado,  abrumado por la vida y el tiempo, gustoso de la soledad. Su cabello siempre tuvo un color negro, que iba de maravilla con su tez morena. "Que hermoso cabello tienes" solía decirle su esposa cuando vivía. Sus ojos grandes ahora eran más notarios debido al hundimiento que causaba la edad aunada a sus arrugas. El no hacía más que sentarse en ese sofá, a esperar su hora de muerte, pues la gran fortuna que tenía le permitía vivir como rey lo que le restaba de vida, además de poder mantener a tres generaciones más en calidad de príncipes.
A la casa también la estaba golpeando el tiempo, pero Sheridan ni siquiera lo notaba. Las paredes de los cuartos cerrados lloraban cada vez que llovía, pero el agua que surcaba sus grietas era roja, pues la pintura comenzaba a caerse. Además había cuartos que ahora eran uno solo debido a que las paredes caían cada cierto tiempo, haciendo ruidos extravagantes que el viejo ni siquiera lograba percibir gracias a su sordera, de la cual tampoco estaba enterado.
Una maravilla de la arquitectura se caía a pedazos y moría con aquel anciano despreocupado, cuya única ocupación era sentarse y recibir deliciosos platillos tres veces al día de la única trabajadora que quedaba en la mansión, la señora  Unafel, la cocinera. Ella le hablaba a Sheridan para ver si se le ofrecía alguna cosa o estaba bien la comida, pero él, al no escuchar, no contestaba a ninguna de las preguntas u observaciones que le hacía la señora Unafel, haciéndola creer que la ignoraba.
Unafel se la vivía en el jardín y entraba a la cocina solo cuando ya era necesario hacer la comida. El jardín de la parte trasera de la mansión, era un terreno extravagante que por su tamaño seguía cubriendo una pequeña parte del denso bosque, que ella no se atrevía a siquiera mirar, debido a que miles de historias aterradoras circulaban en el pueblo más cercano sobre aquel obscuro, profundo y colosal conjunto de árboles apretujados en las faldas de la montaña. El jardín, contaba con largos corredores que tenían una especie de cerca de arbustos cubiertos de rosas secas. En el centro de este había una fuente que estaba adornada por un dragón, del cual salía agua por la boca en un débil y muy ligero chorro, que apenas lograba susurrar su presencia en los alrededores. El descuido de la casa, no era distinto al del jardín. Aquella fuente estaba cubierta por hierba alta y arbustos que habían sido dejados crecer a libertad propia, hasta el punto de hacer una cúpula privada para el adorno escupe agua. Una capa de musgo cubría la vacía fuente del dragón. La casa era prácticamente una ruina.
Lo peor de la estructura eran los cimientos quebrados, sostenidos por tierra con hongos y plantas. Una inundación terminaría con el sufrir de ese lugar que alguna vez fue majestuoso y lleno de vida.
La nube ya había cubierto todo el cielo, y gotas de agua comenzaron a caer aquel 9 de octubre.
De gotas a llovizna, de llovizna a lluvia, de lluvia a aguacero, de aguacero a diluvio. Tan solo le tomó 10 minutos a la nube convertirse en una tormenta eléctrica, que soltaba chorros de agua como si de una gran cascada se tratase.
La casa lo sabía, su fin había llegado. Los cimientos se convirtieron en una mezcolanza de trozos de piedras y lodo lleno de hojas. No estaba parada sobre tierra. Ya no. Ahora se encontraba sobre un gran charco que si no se la tragaba entera, la tiraría sin duda.
El engullimiento inició, haciendo temblar a la casa. Mientras, Unalef, había salido al pueblo en busca de zanahorias para la cena, haciéndola quedarse en el resguardo de la panadería hasta que aquel diluvio terminaría, el cual solo duraría media hora. Sin duda la nube era como un verdugo. Llegó para deshacerse de algo y después irse de manera despreocupada. Sheridan estaba dormido y ni siquiera notó los gritos que la mansión soltaba en socorros desesperados en busca de auxilio. El temblor de la casa la ayudo a tirar todos los cuadros de la familia Sheridan, a fragmentar todos los espejos del lugar, a tirar todos los utensilios de la cocina, además de muchas paredes del piso más alto de la estructura. Gritaba en agonía, pero Sheridan no la escuchaba. Después de un par de segundos del temblor, la casa comenzó a hundirse. Lo único que le quedaba era despertar a su anciano dueño para evitar su muerte antes de lo planeado. Se inclinó para derribar a C, su más antigua habitante. Pero lo único que logró fue derribar la torre este y hundirse todavía más. Lo que alguna vez fue un hermoso jardín, ahora era un pantano con arbustos ahogados en un suelo partido. Cuando el dragón se comenzó a sumir, sus ojos abiertos le daban el aspecto de estar aterrado.
Un rayo cayó, fue entonces cuando se dejó venir al suelo toda el ala oeste de la mansión. Sheridan dormía plácidamente aunque el lodo le cubriera las piernas, aquel anciano no se despertó hasta que el nivel de esa grotesca mezcla de muerte había subido hasta su cuello, pero ya era demasiado tarde. No había forma de salir de esa prisión de desesperación y terror. Fue entonces cuando la mansión por fin alcanzó a tirar a C.
La pobre y hermosa C, adquirió un aire triste en su mirada, cubierto por manchones de color café obscuro en conjunto con pequeños ríos de agua de lluvia que surcaban su rostro. Ella también sentía tristeza por ver a la mansión Sheridan morir.
El viejo intentaba gritar, pero lo único que consiguió fue tragar cantidades extravagantes de lodo. La lluvia se hizo cada vez más fuerte y gracias a la inclinación de la casa, el agua entraba por las grandes ventanas que adornaban cada piso del edificio. Haciendo más pesadas las plantas superiores.
La mansión Sheridan no pudo resistir más el peso así que lo único que le quedaba era ceder a su inevitable destrucción. El agua hizo caer la losa de los pisos que la recibían por las ventanas. Esto produjo que cayeran en su totalidad. Cristales rotos, crujidos y quejidos soltaban las paredes al colapsarse. Los hermosos y caros tapetes que recorrían el piso se deshilaban cuando candelabros caían sobre ellos.
Cuando las plantas que no se pudieron hundir, ya se había caído, por fin dejo de llover. Al cabo de tres minutos la nube se achicó a su tamaño original y después de otros diez minutos desapareció por completo dando paso a la luz solar.
La montaña Ibsu era bañada con los rayos amarillos de radiante luz, mientras que el denso bosque se notaba más alegre y menos aterrador de lo habitual, todo se veía tan perfecto como antes, solo que ahora faltaba algo. La exquisita y magnifica mansión Sheridan, ya no estaba en el sitio que había ocupado por más de dos siglos, en su lugar había enormes trozos de cemento color vino descolorido, una torre deshecha al lado de una gran mancha café en el suelo cubierta por escombros y un pequeño lago de lodo con arbustos asomando su parte más alta a la superficie. Lo único que quedaba en pie era la puerta principal con su marco de roca.
La Mansión Sheridan había muerto.

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